Cuarentena en la oscuridad
Cerré los ojos e intenté entrar en su mundo. Caminé ubicándome por sonidos y olores, pero no pude dejar de ser una vidente entre ellos. ¿Cómo se siente la oscuridad, al no ver el mundo? ¿Cómo se siente este nuevo mundo, si no ves a la gente con barbijos, las calles vacías, los puestos de venta cerrados?
Esas fueron algunas de las preguntas que me hice esa mañana de finales de marzo de este año antes de ingresar a la casa Alfredo Tarifa Sánchez, un conventillo antiguo que alberga a 17 familias, todas con uno o más integrantes que no pueden ver.
Era la segunda semana de cuarentena rígida en Bolivia, debido a que el 11 de marzo se confirmaron los primeros dos casos de la pandemia del virus del Covid-19. El confinamiento total detuvo todas las actividades en el país, tanto las formales como las informales.
Las miles de familias que trabajaban en las calles dentro del comercio informal fueron afectadas por las consecuencias económicas que implican detener todo. Por eso, muchas se vieron en una encrucijada: resguardar la vida por la presencia del virus o morir de hambre por no trabajar en las calles.
Esa fue la gran interrogante en un país donde el comercio informal genera ganancias para un buen porcentaje de su población. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), más del 60% de la población económicamente activa trabajaba en la informalidad hasta el año pasado. Pero, después de la pandemia, la informalidad alcanzaría hasta el 80% de los bolivianos, debido a los despidos y cierres de emprendimientos, de acuerdo con las proyecciones del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla).
Una parte de los trabajadores callejeros de la ciudad de La Paz está compuesta por las personas ciegas. Un grupo de estas vive en la casa Alfredo Tarifa Sánchez, ubicada en la zona norte, muy cerca del centro, donde realizan sus actividades.
Antes de la pandemia, su vida transcurría en las diferentes calles de La Paz. Ofrecían canciones o dulces en las esquinas. Incluso, algunos de los no videntes llegaban hasta el Cementerio General, en la zona popular Max Paredes, para brindar rezos a los dolientes que enterraban a sus muertos. Así mantenían a sus familias.Pero la cuarentena rígida inicial los obligó a cambiar de rutina De pronto, su mundo que se traducía en los sonidos de los autos y la gente se cambió por el encierro en sus viviendas, que miden cuatro por cuatro metros.La casona cuenta con 17 ambientes. Cada uno de esos hace, al mismo tiempo, de habitación, sala y cocina. En toda la casa solo hay un baño y una ducha para los 35 habitantes.En ese lugar, las personas ciegas vivieron un periodo de angustia e incertidumbre durante los casi tres meses de confinamiento total. En ese tiempo el silencio y las voces asustadas de los que sí pueden ver les demostraron los cambios que la ciudad de La Paz vivió.
Estas son algunas de las fotografías que tomé durante ese tiempo que acompañé a esta comunidad. La segunda parte de este proyecto mostrará la vida de las y los cantantes ciegas de retorno a las calles y sus actividades.
Cerré los ojos e intenté entrar en su mundo. Caminé ubicándome por sonidos y olores, pero no pude dejar de ser una vidente entre ellos. ¿Cómo se siente la oscuridad, al no ver el mundo? ¿Cómo se siente este nuevo mundo, si no ves a la gente con barbijos, las calles vacías, los puestos de venta cerrados?
Esas fueron algunas de las preguntas que me hice esa mañana de finales de marzo de este año antes de ingresar a la casa Alfredo Tarifa Sánchez, un conventillo antiguo que alberga a 17 familias, todas con uno o más integrantes que no pueden ver.
Era la segunda semana de cuarentena rígida en Bolivia, debido a que el 11 de marzo se confirmaron los primeros dos casos de la pandemia del virus del Covid-19. El confinamiento total detuvo todas las actividades en el país, tanto las formales como las informales.
Las miles de familias que trabajaban en las calles dentro del comercio informal fueron afectadas por las consecuencias económicas que implican detener todo. Por eso, muchas se vieron en una encrucijada: resguardar la vida por la presencia del virus o morir de hambre por no trabajar en las calles.
Esa fue la gran interrogante en un país donde el comercio informal genera ganancias para un buen porcentaje de su población. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), más del 60% de la población económicamente activa trabajaba en la informalidad hasta el año pasado. Pero, después de la pandemia, la informalidad alcanzaría hasta el 80% de los bolivianos, debido a los despidos y cierres de emprendimientos, de acuerdo con las proyecciones del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla).
Una parte de los trabajadores callejeros de la ciudad de La Paz está compuesta por las personas ciegas. Un grupo de estas vive en la casa Alfredo Tarifa Sánchez, ubicada en la zona norte, muy cerca del centro, donde realizan sus actividades.
Antes de la pandemia, su vida transcurría en las diferentes calles de La Paz. Ofrecían canciones o dulces en las esquinas. Incluso, algunos de los no videntes llegaban hasta el Cementerio General, en la zona popular Max Paredes, para brindar rezos a los dolientes que enterraban a sus muertos. Así mantenían a sus familias.Pero la cuarentena rígida inicial los obligó a cambiar de rutina De pronto, su mundo que se traducía en los sonidos de los autos y la gente se cambió por el encierro en sus viviendas, que miden cuatro por cuatro metros.La casona cuenta con 17 ambientes. Cada uno de esos hace, al mismo tiempo, de habitación, sala y cocina. En toda la casa solo hay un baño y una ducha para los 35 habitantes.En ese lugar, las personas ciegas vivieron un periodo de angustia e incertidumbre durante los casi tres meses de confinamiento total. En ese tiempo el silencio y las voces asustadas de los que sí pueden ver les demostraron los cambios que la ciudad de La Paz vivió.
Estas son algunas de las fotografías que tomé durante ese tiempo que acompañé a esta comunidad. La segunda parte de este proyecto mostrará la vida de las y los cantantes ciegas de retorno a las calles y sus actividades.
Viviana Ortiz usa su bastón en el patio. Es nueva en la comunidad y recién está reconociendo los espacios. La casa Alfredo Tarifa Sánchez ahora es su hogar y la convivencia entre personas ciegas tiene muchos desafíos, pero nada supera a esta nueva etapa de sus vidas por la cuarentena.
“No somos diferentes al resto de la sociedad, solo no podemos ver y creo que eso nos hace invisibles. Tengo miedo de salir porque no puedo ver lo que está pasando, pero siento miedo al escuchar lo que la gente comenta. Yo tengo problemas en el corazón y prefiero quedarme en casa y sobrevivir con lo que tengo”, dice.
“No somos diferentes al resto de la sociedad, solo no podemos ver y creo que eso nos hace invisibles. Tengo miedo de salir porque no puedo ver lo que está pasando, pero siento miedo al escuchar lo que la gente comenta. Yo tengo problemas en el corazón y prefiero quedarme en casa y sobrevivir con lo que tengo”, dice.
La luz, elemento que ayuda a ver el mundo, ingresa por la puerta iluminando el cuarto de Agustín Rocha, quien a sus 74 años vive solo.Su habitación es pequeña y tiene todo lo necesario para vivir tranquilo. Su mundo es este espacio seguro, donde todo está bien organizado para que él pueda encontrar todas sus cosas.
Susana Salamanca nació prematura y por unos breves momentos seguramente vio la imagen borrosa de su madre. Sus primeros meses en el mundo estuvo en una incubadora. Los médicos se dieron cuenta después que la luz de este aparato la había dejado ciega lentamente. La luz del mundo encandiló a Susi, como le gusta que la llamen.
“Yo soy rebelde porque el mundo me hizo así...”, canta Susi, con una gran sonrisa. Ella es una artista callejera, como muchos de los integrantes de la casona.
“Yo soy rebelde porque el mundo me hizo así...”, canta Susi, con una gran sonrisa. Ella es una artista callejera, como muchos de los integrantes de la casona.
Viviana Ortiz pasa su cuarentena escuchando las noticias. Perdió la vista muy joven y no tuvo la oportunidad de estudiar y tener una carrera universitaria. En Bolivia los derechos de las personas con discapacidad no son atendidas y menos el derecho al estudio.
Por eso, Viviana se dedicó a vender dulces en la calle. Al principio vendía pequeños paquetes y con el tiempo, tras mucho trabajo, armó su pequeño puesto ambulatorio.
Por el peligro del contagio en la calle, ahora solo vende a sus vecinos de la casa.
Por eso, Viviana se dedicó a vender dulces en la calle. Al principio vendía pequeños paquetes y con el tiempo, tras mucho trabajo, armó su pequeño puesto ambulatorio.
Por el peligro del contagio en la calle, ahora solo vende a sus vecinos de la casa.
“No somos diferentes, podemos hacer todo lo que las personas que ven hacen”, dice Efraín Soria, mi guía desde que inicié las visitas a la casa.
Conoce este espacio de memoria y me orienta para que vea y sienta cómo viven. Hoy hay un partido de fútbol, que es vital para mantenerse ocupados en la cuarentena.
El silencio es importante en este encuentro. Los jugadores se guían por los sonidos para sentir la cercanía de la pelota. Los goles rompen el silencio y se escuchan frases como: “¿por qué no viste la pelota?”. Todos ríen y disfrutan el partido.
Conoce este espacio de memoria y me orienta para que vea y sienta cómo viven. Hoy hay un partido de fútbol, que es vital para mantenerse ocupados en la cuarentena.
El silencio es importante en este encuentro. Los jugadores se guían por los sonidos para sentir la cercanía de la pelota. Los goles rompen el silencio y se escuchan frases como: “¿por qué no viste la pelota?”. Todos ríen y disfrutan el partido.
Germán Merva es un maestro de la música y así lo demuestra su destreza con sus instrumentos de viento y percusión.
Vive en la casa con su gran amor: Victoria Illaquita. Germán y Vicky se ponen muy nerviosos cuando se les preguntan cómo se enamoraron. Doña Vicky incluso se cubre el rostro mientras ríe, sólo ella sabe qué recuerdos le vienen ese instante.
Vive en la casa con su gran amor: Victoria Illaquita. Germán y Vicky se ponen muy nerviosos cuando se les preguntan cómo se enamoraron. Doña Vicky incluso se cubre el rostro mientras ríe, sólo ella sabe qué recuerdos le vienen ese instante.
Sonia Apaza prepara la comida en la oscuridad de su pequeña cocina, que está en el patio. Ella y su esposo Humberto trabajaban en la calle cantando canciones de amor para los transeúntes. Con ese trabajo alimentaban a sus tres hijas. Los días de cuarentena rígida son difíciles para ellos, porque no pueden trabajar y viven de las donaciones que llegan a la casa.
“Tío Ricardo”, así lo llaman sus amigos en la casa a este hombre de más de 70 años. Antes de la cuarentena se dedicaba a vender todo tipo de productos en la calle. Ahora solo espera que la pandemia pase pronto para salir a la calle a trabajar.
“Este es mi hogar, mis compañeros son ahora mi familia solo los tengo a ellos”, comenta Ricardo, mientras muestra el pequeño espacio donde vive.
Agustín Rocha le cuenta a Efraín Soria que cuando era niño vivió una epidemia que mató a muchas personas que él conocía. Ambos, temerosos de la pandemia del COVID-19, hablan de cómo ya no se escucha en la ciudad como si toda ésta se hubiera callado.
Teresa Pinedo perdió la vista cuando era joven por una enfermedad que su mascota le contagio. Le fue difícil aceptar que ya no podía ver. Lo que más extraña es ver los paisajes de los viajes a Coroico, su tierra natal, que ahora solo los conserva en su mente.
Ella tiene dos hijos videntes y lucha por darles educación para que tengan un mejor futuro. Es cantante y tiene un disco grabado, pero no tuvo el apoyo para conseguir su sueño: ser una gran estrella de la canción.
Ella tiene dos hijos videntes y lucha por darles educación para que tengan un mejor futuro. Es cantante y tiene un disco grabado, pero no tuvo el apoyo para conseguir su sueño: ser una gran estrella de la canción.
Todos los niños de la casa son videntes y se volvieron los ojos de sus padres. Pero al igual que sus progenitores crecen con falta de apoyo y sin los privilegios de las familias videntes, que tienen mayores posibilidades de acceder a mejores trabajos, educación, alimentación u otros derechos fundamentales.
Agustín Rocha se dedica a rezar por las almas de los muertos en el Cementerio General. Así gana algo de dinero para su alimentación. Paradójicamente ahora por la pandemia hay muchas almas por las que rezar, pero lamentablemente esas almas no pueden ser despedidas en algunos casos ni por su familia.
Los cementerios están cerrados y solo pueden ingresar algunos pocos familiares. “Ya no se escucha a la gente, la ciudad se escucha como un pueblo”, comenta.
Los cementerios están cerrados y solo pueden ingresar algunos pocos familiares. “Ya no se escucha a la gente, la ciudad se escucha como un pueblo”, comenta.